Perdón que vuelva a escribir sobre las bodas, pero es un tema que aparentemente ocupa gran parte de mi pensamiento. Como si se tratara de esas injusticias que no puedes entender y ante las cuales te sientes impotente.
Pues no, no entiendo las bodas, y me chocan, ya lo había dicho.
PrimeroResultan ser una fuente de estrés total para los novios, y siempre parece que llegar a la fiesta, y no a la boda, es un triunfo total en sí mismo. Todo es un problema potencial: las invitaciones, el lugar, los invitados, las mesas, que en dónde se sienta quién, etcétera.
SegundoHay invitados que se creen que son los dueños de la fiesta, y llegan a hacer cosas como tomar el micrófono a la primer oportunidad y hablar y contar chistes largas horas o descarádamente cambiar el acomodo de las mesas y/o gritarle a los meseros.
TerceroLa música es absurda. Porque está muy bien durante la comida mostrar que todos tienen muy altos gustos musicales y escuchar jazz, pero a la hora del baile, nadie puede perdonar la falta de Emmanuel y su “chica de humo”. Nada lo explica mejor que la frase que me dijo el novio de la última boda a la que fui: “Resulta que tengo puro amigo señor”.
CuartoLa socialización. Ya sé que soy un grinch y antisocial. Pero siempre me pasa que siento que todo el mundo se divierte más que yo o que, por lo menos, todos tienen más amigos que yo. Pero lo cierto es que no hago mucho esfuerzo por socializar. Siempre prefiero estar escribiendo, escuchando música o en el cine, donde no hay que hablar. Donde no hay que aguantar al invitado fantástico que tiene la vida resuelta, o a la invitada que es una señora de esas que usan camionetotas Acura y que tienen el descaro de decir que están en la fiesta aunque este país “no tiene nada que festejarle”.
Así que no, no estoy hecho para ir a las bodas. No las disfruto, no las entiendo.