Una amiga me contó un día que una recomendación si alguien te ataca en la calle (si te asaltan, si te golpean), no es gritar: “AYUDA”, sino gritar “FUEGO”. Que porque así, la gente sí voltea, sí te ayuda. Si gritas lo otro, no.
Otro día vi un video en el que una asociación hacía el experimento de realizar un falso secuestro de alguien en plena calle, con un montón de gente alrededor. Para su sorpresa, o quizá no, nadie intervenía. En solo uno de los secuestros que hicieron (en el video salían como 4), una persona lo reportaba a las autoridades.
Días después, matan a una chica en un taxi; surgen marchas y protestas, y extrañamente todos se pelean sobre el tema de quién puede indignarse y cuál es la manera correcta de indignarse sin indignar a otros.
Otros días después, tiembla. Se caen edificios, gente queda atrapada, gente muere y otros lo pierden todo. Ahí sí, la mayoría sabe cómo reaccionar. Ahí sí, todos ayudan. Ahí nadie parece tener dudas, nadie cuestiona la indignación, nadie se pregunta sobre las víctimas, sobre su género o sus preferencias sexuales o políticas, sobre si merecen la ayuda o no.
En este país nos tiene que atacar el FUEGO para que nos indignemos al unísono. Para que ahora sí nos abracemos y cantemos el himno nacional. Está padre, pero no está tan padre.