Fuimos a uno de esos barrios en los que las calles son oscuras, las banquetas están rotas y las casas son pequeñas. De esos lugares en los que las películas y las madres cautas te han enseñado a no querer estar después de las 7 de la noche.

Pero ahí estábamos, bajándonos en una esquina cerca de las 9 p.m., porque el tipo del teléfono dijo que llegaríamos a una tienda de abarrotes que cierra hasta las 10 de la noche.

Entramos y dijimos nuestra parte de la clave:

“Nos dijeron que preguntáramos por el profesor Fernando.”

A lo que un par de viejitas nos respondieron la otra parte:

“Claro, ustedes vienen por el OMCOR.”

Estábamos comprando un reloj de ajedrez, en un lugar que solo puedo describir como pintoresco, rompe prejuicios e increíblemente agradable.

El ajedrez es una cosa curiosa. Porque todo el mundo lo conoce, lo ves en películas y hay libros sobre él; pero no es del todo visible. Hoy, en lo cotidiano, está relegado a algún aparador de Sanborns, o a esas cajas baratas de “8 juegos en uno” de las jugueterías en Navidad. Así que si empiezas el camino de considerarte: “jugador de ajedrez” (en mi caso, como familiar de un jugador de ajedrez), sientes que entras como a una especie de sociedad secreta.

Esa fue la sensación de aquella noche en la tienda de abarrotes. Primero, porque jamás me habría imaginado que, para comprar un ajedrez de buena calidad, lo haría encima de un mostrador-refrigerador con jamones y yogurts dentro. Y segundo, porque creo que jamás me habían atendido tan bien en Querétaro. Las señoras de los abarrotes, en cuanto mencionamos el nombre del maestro de ajedrez que buscábamos, pusieron una cara de “bienvenidos al gremio” y no dejaron de sacar cajas y cajas, para mostrarnos cosas hermosas de ajedrez.

Lo otro que no dejo de pensar, es que de haber sido la escena como la esperaba, unos tipos feos nos habrían estado mirando mientras bajábamos del coche, la tienda de abarrotes habría tenido una de esas rejas de herrería para proteger al que atiende y nos habrían atendido a gritos para ganarle al volumen de la tele.

Así que siento que tengo dos opciones. O reviso seriamente mis prejuicios o empiezo a creer que en Querétaro existe un lugar hermoso, en el que hay una tienda a puertas abiertas con dos viejitas súper amables, en la que todas las personas locales se saludan por su nombre propio, y puedo ir a comprar leche, además de preguntar por un estuche para guardar mi ajedrez.

Palabras

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