La primera vez que choqué, en realidad me chocaron. Un idiota que estaba atrás de mí, al ponerse el siga, se le olvidó que tenía que esperar a que yo me moviera y enchuecó toda mi defensa.
Pero la anécdota no es esa. La cosa es que cuando se lo conté a mi padre, la palabra “choque” disparó sus miedos más profundos. Nunca escuchó que no fue mi culpa y jamás razonó que no había manera de haberlo impedido.
Yo estaba buscando su consejo y guía, y recibí en cambio una serie de gritos y recriminaciones. Recuerdo sentir que me volvía invisible ante algo que le ocasionaba mucho estrés. Nunca se lo perdoné, no pude.
Después de eso, tomé la decisión de no volver a contarle ningún problema hasta tenerlo solucionado.
Ahora que soy padre, me pregunto cuántas oportunidades tengo antes de que me pase algo igual de importante. Una situación en la que mi hijo sienta que lo traiciono, que no lo veo, que sólo veo los problemas.
Es muy difícil.
A veces siento que la responsabilidad de ser padre me rebasa y se interpone a mi responsabilidad de ser persona. A veces no soy capaz de entender que mi hijo comete errores, que no siempre puede hacerme caso, que a veces no es su culpa.
Desde que tengo un hijo, siempre me ha parecido que, si hay algo milagroso en este mundo, es el aguante que hay al interior de una familia.
Amo a mi hijo con todo lo que soy, pero tengo la certeza de que no siempre soy capaz de mostrárselo.
Sólo me queda la esperanza de que pueda contenerme y hacer bien las cosas, antes de que mi hijo deje de perdonarme mi humanidad.